Nosotros estaremos siempre, por lo menos en esta vida, condenados a ser
observadores externos del misterio infranqueable del otro. Si tenemos
dificultades incluso para comprender nuestras motivaciones, actitudes y
sentimientos, muchas más tenemos al depararnos con otras personas,
especialmente las más cercanas a nosotros (aunque esto suene a paradoja). Sin
embargo, mismo a sabiendas de todas estas dificultades, a veces vemos a
personas que parecen dedicarse enteramente al trabajo, a los placeres o
sencillamente a llevar la vida como si nada: a nuestros ojos, tales personas no
parecen experimentar inquietudes; son los “Esteves sem metafísica”, del poema
Tabacaria de Fernando Pessoa. Estas personas nos parecen a nosotros, los
“singularísimos”, como si vivieran siempre llevadas por la corriente; quizás
por esta razón exista la expresión persona corriente.
Precisamente una persona corriente es
Berthe Méténier, una de las tres personajes de la novela Bubu de Montparnasse,
de Charles-Louis Philippe: la prostituta, más concretamente. La joven era una
dentre muchos hermanos, todos creados por un pobre y viudo padre que ganaba (ni
siempre) la vida pintando paredes. Un día, cuando tenía todavía 16 años,
conoció a Maurice (de apodo Bubu): era un tipo valiente, muy educado y un poco
mayor que ella. Al início le pareció muy respetuoso y tras un corto noviazgo se
fue a vivir con él. Su padre temió que, viviendo con Bubu, Berthe fuera acabar
como sus hermanas: siendo una mujer pública. Incluso la advirtió, pero estaba
convencido que no podía hacer nada por ella. La impresión del padre descrita
por Philipe nos da toda la (falta de) visión del mundo de los personajes de la
novela:
No se preocupó más; como padre de siete hijos, había tenido que pasar por muchas dificultades y había aprendido que la vida es más fuerte que nuestros deseos. Sabía que las muchachas de París están expuestas a toda clase de tentaciones, y que los pobres nada pueden oferecer a sus hijas para preservarlas. Sabía que somos como perros y que sólo poseemos miseria, en un mundo en que la miseria es una maldición. Después de la desdicha viene más desdicha y sólo podemos agachar la cabeza gruñendo como los perros. Pensó: después de todo, es asunto suyo. Se lo he advertido. Si este es su destino, no puedo hacer nada para remediarlo.
“Después la vida se impone
(...)”, conforme el verso de Rafael de León. Lo que se llama “vida” o “destino”
no es más que una terrible visión de la miseria: no de una miseria que es
percance en la vida, sino de una miseria percibida como esencial, como si para
estas personas (y aquí tratamos de los personajes Berthe, Bubu y Pierre), no
hubiera más que miseria y sufrimiento. Como a Bubu no le gustaba el trabajo, un
día le dijo a Berthe que si alguien ofreciese dinero por estar un rato con
ella, que lo aceptase. Y ella no se opuso. Empezó a prostituirse sin rechistar.
Claro, en una ciudad donde imperaban el dinero y la necesidad de los goces,
hacía falta que alguien proporcionara los goces para ganar un poco de dinero: y
así era Bubu. Mientras tanto, Berthe tomó aquello como parte de su vida: todas
las mujeres de los amigos de Bubu también lo hacían. Berthe y Bubu no eran
capaces de pensar que pudiera existir algo más; Charles-Louis Philippe no decía
que se andaban preguntando acerca de sus vidas y sueños, ni siquiera si había
alguna belleza en las cosas. Todo lo que veían – y este todo es la miseria –
les parecía natural. La página en que el autor describe una familia de artistas
callejeros es desgarradora como las pinturas de clowns y prostitutas de Georges Rouault:
El padre rascaba un violín de madera roja que sonaba con un tono nuevo y quejumbroso y se fijaba en el círculo de los mirones con unos ojos acerados, en los que se veían saltar chispas y brotar sangre. La madre, con el vientre abultado por los partos, con el pecho hinchado de un animal desgastado, tenía, en la cara en ruinas, dos ojos azules como dos flores sucias. Cantaba con una voz aguda de mujer gritona. Y a los dos niños pequeños, que habían cantado durante toda la tarde, les temblaban las piernas. Uno de ellos hacía oscilar los ojos como una mala bestia, se parecía al padre, estaba tan cansado que hubiera podido morder. Mientras el más pequeño, de ojos azules, hubiera querido, como la madre, desplomarse y dormir. París les había atrapado en sus garras, y a los cuatro, buenos y malos, les había molido.
En este terrible escenario Berthe
conoció a Pierre. Era él un joven que se había criado en el campo, con una familia
amorosa, y se fue a vivir en París para estudiar. En poco tiempo, acabó
atrapado por la vorágine de la Carnallocracia
que decía Buscarini: entonces empezó a hacer como los demás y buscar consuelo
para su soledad en el hastío del sexo. Pero lo que él realmente quería era otra
cosa, algo que quizás no fuera capaz de entender y que asociaba de alguna
manera con el vicio de la carne. Berthe le encantó de inmediato: era hermosa y
dulce; con ella podía hablar de sus sueños, de su niñez y de los años vividos
con su familia.
Pero Berthe no hablaba mucho. No hablaba y no podía hablar de su vida y de sus deseos. Escuchaba a Pierre. Pequeña prostituta dulce y principiante, todavía era capaz de pensar con ternura: <<Este joven tiene buen corazón y habla como un enamorado>>. Le era imposible aprovecharse de su buen corazón más allá de cinco francos, porque él no disponía de nada más. En cuanto al amor, lo había usado demasiado. Sabía de qué se compone el amor desde el momento en que dejó que los machos la persiguieran, los machos que se aprovechan de cualquier debilidad y sólo satisfacen sus propios deseos. Sabía que había que convertir el amor en metálico, pues el amor cansa y el dinero permite reponerse. Todo esto Berthe lo sabía a los veinte años. Aquellas que tienen de qué vivir buscan el amor porque les sienta bien, pero las mujeres públicas limitan el amor de sus clientes porque les hace daño. Y Pierre, este joven ardiente, era para Berthe un hombre más al que tenía que soportar.
Está claro que cuando Philippe
habla del “amor” se refiere solamente al sexo. Y esto no es una casualidad:
Berthe no sería capaz de asociar el amor más que al sexo, a aquella satisfacción
ajena que tanto daño le había provocado; desde que empezó a prostituirse, su
capacidad de amar – algo que ella nunca había conocido como tal – se marchitó
completamente. Pero aún así Pierre era distinto: cada vez se interesaba más por
ella y la ayudó cuando Bubu fue encarcelado y ella se quedó sola. Entonces
Berthe empezó a buscar la casa del joven como un refugio, cuando se sentía más
triste y herida; cuando imaginaba que sería destrozada:
Ella se había precipitado a la casa del joven por instinto, porque sentía que iba a reventar y que tenía que reventar en el mejor sitio. Y aquí, desplomada en su silla, era una bestia acabada que nota el último aliento en los flancos, que expira lo que le queda de aire para siempre y vuelve a mirar su guarida por última vez antes de abandonar sus despojos.
Berthe no tenía eso que llamamos
– muchas veces pomposamente – vida interior. Sencillamente caminaba conforme
las circunstancias y sufría sin saber la razón. Pero era una mujer, una mujer a
pesar de todo. Y por lo menos conseguía decirse a sí misma que sufría. Un día, repentinamente,
se acercó a una Iglesia: se acordó de su difunta madre, que tanto la quería, y
de su primera comunión. Fue el primer grito de su conciencia. El segundo fue
cuando murió su padre:
Ahora estaba muerto y era algo irreparable e inesperado. Ella había perdido muchos de sus sentimientos filiales, pero, cuando hubo visto aquel rostro grave y justo de los muertos, se sintió agotada por un eterno reproche. Tuvo miedo como se tiene miedo por las noches a las pesadillas, a los remordimientos, cuando la sombra es densa y pesada, después del crimen, como un castigo. Se sintió avergonzada a causa de su pasado, los volvió a ver de repente y pensó: soy la peor de todas.
Estaba entonces segura de que su
vida, que la manera como se destruía, era incompatible con el hogar. Cuando su
padre murió, algo dentro de ella también murió: tal vez la
esperanza de regresar un día, una vaga esperanza que ocupaba algun rincón
oculto de su corazón y que existía porque todavía respiraba su padre. Una vez
muerto aquel que simbolizaba el hogar, su conciencia la trajo la verguenza y la
culpa. Entonces todo aquello que conocía y que había vivido no era realmente
natural; por eso sufría, por eso se sentía miserable. Decidió dejar la
prostitución y cambiar de vida. Y Pierre, pensaba, la ayudaría: porque, no
sabía bien como, Pierre tenía algo que ver con aquellos sentimientos del hogar.
Como Bubu seguía encarcelado, su plan marchó bien al principio. Pero durante
una madrugada Bubu apareció con un compinche y la llevó de la casa de Pierre.
El sueño estaba, como ella, roto. No había nada que hacer.
Como dijo el Padre Castellani,
Berthe era incapaz de asumir la responsabilidad de su vida moral. Más que la
figura de Bubu, que fisicamente la esclavizaba porque la consideraba una
propiedad suya, Berthe se dejaba llevar por todo. Su aceptación, fuese o no
rebelde como la de su padre, la impedia de tener su vida en las manos. Y los
gritos de la conciencia se ahogaron. Esta novela, que encantó a autores tan
distintos como André Gide y T. S. Eliot, en un principio parece comidilla para
los ideólogos deterministas: Berthe era una criatura rota y frágil con
poquísimos atisbos de conciencia moral; como ella, dirán, habrá muchos otros:
personas que son tragadas por el medio y no tienen nada que hacer. Como ella,
digo yo, podemos ser todos: sólo podemos ser libres si conocemos antes cuales
son las cadenas que nos pueden atar; y una vez conociéndolas, es necesario
destruirlas antes de que nos destruyan.
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